TDAH = Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad

miércoles, 17 de octubre de 2012

IMPULSIVIDAD Y TDAH


La impulsividad es un rasgo del temperamento (niños) o personalidad (adultos) que ha estado presente, en un u otro grado, a lo largo de toda la evolución del ser humano aunque, no siempre, deberíamos atribuirle directamente una connotación negativa o improductiva.
Hoy en día, es verdad que la impulsividad en muchos niños se manifiesta con una gran intensidad y frecuencia, llegando a alterar la convivencia y condicionar la vida de los padres que la sufren, sobre todo, si se desconocen los motivos y la forma correcta de actuar. Es un hecho evidente que, además, la impulsividad parece manifestarse en niños cada vez más pequeños, si bien, esto puede atribuirse, en parte, a los actuales estilos de vida modernos (progenitores con largas horas de trabajo) y también, en algunos casos, a una falta de recursos o conocimientos por parte de los padres o educadores que simplemente se ven desbordados y no saben cómo afrontarlo. Por ello, es cada vez más frecuente, buscar ayuda profesional, ya que los niños que presentan series dificultades para reprimir sus impulsos tienen numerosos conflictos tanto en el ámbito familiar como en el escolar. 
Normalmente, la impulsividad suele venir acompañada de hiperactividad y déficit de atención en lo que denominamos TDAH y esto puede ser la antesala de problemas de aprendizaje, conductas disruptivas y, más adelante, agresivas o delictivas.
EL NIÑO IMPULSIVO 
Éstas son algunas de las características nucleares que presentan los niños que denominamos “impulsivos”:
  • Primero hace, luego piensa.
  • Contesta antes de acabar de oír la pregunta.
  • Dificultades para aguardar el turno en los juegos.
  • Mal perder. No soporta que le ganen.
  • Interrumpir o estorbar a los demás.
  • Baja tolerancia a la frustración.
  • Poco autocontrol.
  • Desobediencia, negativismo.
  • El niño reconoce su problema pero no puede controlarlo y reincide.
  • Puede involucrarse en actividades físicas peligrosas sin valorar sus consecuencias.
  • En niños pequeños, se dan fuertes rabietas incontroladas.
Algunos padres simplemente definen al niño impulsivo, como un niño que tiene un fuerte carácter o temperamento.
La impulsividad, como parte nuclear del TDAH o como factor psicológico independiente, precisa de un tratamiento más detallado y de un abordaje más explícito. Las razones son obvias: la impulsividad tiene repercusiones directas sobre las interacciones familiares, pudiendo alterar el desarrollo adecuado de vinculación afectiva y el equilibrio emocional. También deteriora seriamente la capacidad de aprendizaje del niño y su buena adaptación a la escuela y compañeros. Finalmente una impulsividad no trabajada a tiempo y que se manifiesta en un entorno desestructurado, es el camino más directo para conductas violentas o delictivas en el futuro.
Hablaremos aquí de la impulsividad desde su manifestación en niños de población normal o con algún diagnóstico de TDAH y, en ningún caso las manifestaciones de impulsividad debidas a otros trastornos clínicos más severos (autismo, psicosis, trastorno bipolar, etc.).
APROXIMACIÓN A LA IMPULSIVIDAD
Podríamos definir la impulsividad como un estado de activación neurobiológica o déficit de control inhibitorio (dificultad para parar nuestra conducta).
Ambos términos ponen de relieve la más que posible mediación de factores orgánicos en la génesis de la impulsividad. Esta activación supone la liberación de una serie de sustancias internas (neurotransmisores, hormonas) que preparan al cuerpo para una reacción motriz inmediata. Es una energía que está ahí y debe “liberarse” de alguna manera. Las más habituales (según edad): las rabietas, los gritos, las huidas, etc.
Regularmente los niños con TDAH o, simplemente, con síntomas de impulsividad, tienen antecedentes familiares de primer grado que manifestaron o manifiestan el mismo problema. Por tanto, la vía genética o herencia determina cierta predisposición a manifestar los síntomas en hijos de padres también con caracteres fuertes, impulsivos o con poca tolerancia a la frustración. 
Pero la impulsividad no es tan sólo un factor que podemos heredar sino también una manifestación cognitiva y conductual que puede potenciarse o disminuir en función del entorno
Es importante establecer la diferenciación entre una impulsividad primaria de la secundaria: 
  • En la impulsividad primaria, ésta estuvo presente desde el mismo momento de nacer el niño, si no antes (excesivos movimientos fetales) y es la que suele tener un componente genético más evidente. 
  • La secundaria aparece o se potencia en un momento dado del desarrollo normalmente asociado a factores de inestabilidad afectiva, cambios imprevistos, traumas, separaciones, etc. El peor de los escenarios es cuando un niño genéticamente predispuesto para ser impulsivo tiene, a su vez, un entorno poco acogedor o desestructurado.
Parecería que la impulsividad es algo no deseable y que, en todo caso, comporta sólo problemas. Este planteamiento es muy simple y no obedece a la realidad de un tema mucho más complejo. Hoy en día sabemos que muchos de nuestros mejores atletas fueron de pequeños diagnosticados, en un grado u otro, de hiperactivos, con déficit de atención, impulsivos, etc. La cuestión es que cuando esa energía desbordante de fácil activación fue canalizada hacia actividades deportivas u de otro tipo reguladas, se convirtió en un buen aliado.

La impulsividad, pues, entendida como estado de activación inmediato, nos aporta combustible para responder de forma rápida (aunque normalmente poco racional) a nivel motriz. Esto no es casual. Si está en los genes de los seres humanos es porque, en algún momento de nuestro período evolutivo, fue una característica positiva para la supervivencia de la especie.
Imaginémonos los tiempos remotos de vida en las cavernas y los pocos recursos para afrontar un medio ambiente hostil con numerosos enemigos y animales dispuestos a atacarnos. En este medio es muy probable que supervivieran mejor los seres humanos con unas capacidades de “impulsividad” (activación rápida y potente) y, por tanto, de afrontar o huir de la situación con éxito, frente a los que eran más tranquilos. Es decir, la impulsividad pudo obedecer a factores de supervivencia en algún momento.
No obstante, la genética no va tan rápido como los cambios culturales de la especie. La programación genética de algunos niños sigue preparada para responder contundentemente a cualquier tipo de agresión percibida, no obstante, hoy en día, lo que se espera de ellos es precisamente lo contrario: racionalidad, tranquilidad, paciencia, atención, etc., especialmente en la escuela.
ALGUNAS EXPLICACIONES NEUROLÓGICAS
En psicología se utiliza un término hipotético denominado “arousal” que trata de describir los procesos que subyacen en el control de la alerta, la vigilia y la activación. 
El concepto de arousal admite varios significados. Así se habla de arousal comportamental para significar lo mismo que nivel de actividad. Pero se puede hablar también de arousal cortical, en cuyo caso la referencia es a la activación de las neuronas corticales a través del Sistema Activador Reticular (SAR) e implicaría también la activación autónoma. Sin entrar en más tecnicismos, lo que nos interesa resaltar ahora es que los fármacos estimulantes normalmente incrementan tanto el arousal comportamental como el fisiológico. Sin embargo, en muchos hiperactivos (y/o impulsivos) producen un descenso en su nivel de actividad, porque, por paradójico que parezca, están reduciendo tanto el arousal conductual como el fisiológico. Según algunos investigadores (Mc. Mahon, 1984) la explicación reside en que los niños con TDAH se benefician de los efectos de los estimulantes dado que son deficitarios en el arousal cortical y autónomo. Por tanto, la hipótesis planteada es que la disfunción primaria hallada en niños impulsivos y/o hiperactivos se debería a una infraactivación del SAR más que a una sobreactivación.
Por otro lado se conoce el importante papel que tienen los lóbulos frontales como reguladores y organizadores del lenguaje y, por consiguiente, de los actos voluntarios del individuo. Los mecanismos fisiológicos responsables de esos actos están aún lejos de ser descubiertos pero se sabe que maduran en el niño “normal” hacia los cuatros años de edad.
Respecto a la regulación motora y de la acción por parte de los lóbulos frontales, Luria subrayó su importante papel en la programación de las formas más complejas de actividad humana organizada, inhibiendo las acciones irrelevantes e inapropiadas ( Luria, 1980).
Resumiendo, una baja activación del SAR o una lesión en lóbulos frontales pueden ser algunos de los factores relevantes en la génesis de la sintomatología impulsiva y/o hiperactiva. En el primer caso, baja activación del SAR, la medicación (normalmente metilfenidato) podría compensar parcialmente el déficit.
Hemos también comentado la activación fisiológica que se produce en los brotes impulsivos como consecuencia de la activación del sistema autónomo. En estos episodios se producen cambios endocrinos y secreciones hormonales que preparan al cuerpo para responder ante lo que el niño percibe como una amenaza inminente (puede ser simplemente que se le frustre en alguna de sus demandas).
Otro elemento importante en el nivel de activación lo constituye la forma en que el niño percibe la situación a nivel emocional. Elevados niveles de adrenalina y noradrenalina en sangre y orina aparecen antes y después de sucesos estresantes o enérgicos que cursan con gran carga emocional e incluso agresión. 
Es decir, cuando el niño con impulsividad, se ha activado, difícilmente tendrá el control voluntario sobre sus actos en los primeros momentos de mayor activación. 
ORIENTACIONES GENERALES PARA SU REGULACIÓN 
En primer lugar, debe quedar claro que el niño tiene dificultades para regular su estado de activación. Por eso siempre suelo recordar que: “No es tanto que no quieran autocontrolarse sino que no pueden”. Una vez activados (descargas hormonales conjuntamente con emociones intensas de frustración) tienen que efectuar alguna acción (rabietas, huída, agresión, lanzamiento objetos, etc.). Ello no quiere decir que seamos tolerantes, sino que desde la comprensión de lo que pasa podemos ayudarle de forma más eficaz. A este respecto, hay que señalar, que la mayoría de niños impulsivos suelen arrepentirse después y se comprometen a no volver a hacerlo cuando se lo razonamos. No obstante, vuelven a recaer en los mismos comportamientos disruptivos,  al tiempo que manifiestan una cierta perplejidad o inquietud al verse superados por sus propios actos y no saber por qué vuelve a ocurrir.
También puede suceder que estos episodios impulsivos se refuercen si con ellos el niño consigue lo que quiere y, por tanto, puede aprender a manipularnos a través de ellos.
El niño debe aprender, aunque aceptemos el hecho de que tiene dificultades para controlarse, que sus actos tienen consecuencias. Por ello, contingentemente a las rabietas, conductas desafiantes, agresiones u otros, deberemos ser capaces de marcar unas consecuencias inmediatas (retirada de reforzadores, tiempo fuera, retirada de atención, castigo, etc.). Por ejemplo si ha lanzado objetos, deberá recogerlos y colocarlos en su lugar; si ha insultado deberá pedir disculpas, etc., aunque se recomienda esperar a que se tranquilice para aplicar las contingencias marcadas.
Es muy importante que cuando se produzca un episodio de impulsividad extrema (rabieta, insultos, etc.) los padres, maestros o educadores mantengan la calma. Nunca es aconsejable intentar chillar más que él o intentar razonarle nada en esos momentos. No vale enfrentarse ni ejercer una lucha de poder. Esto complicaría las cosas. Tenemos que mostrarnos serenos y tranquilos pero, a la vez contundentes y decididos. Por ejemplo, ante las rabietas incontroladas de los más pequeños, decirle: “Mamá (o papá) están ahora tristes con tu comportamiento y no queremos estar contigo mientras estés así”. Los padres se retiran buscando una cierta distancia física pero también afectiva. De esta forma, el niño, recibe a nivel inconsciente un mensaje muy claro: “así no vas a conseguir las cosas”.
Contingentemente a estas actuaciones, también podemos introducir las medidas correctoras (castigo): “Cómo has insultado a papá (o mamá) hoy no podrás ver los dibujos que tanto te gustan (o no jugarás a la play, etc.). Papá está triste porque no quiere castigarte, pero tiene que hacerlo para ayudarte a mejorar”.
No entrar en más discusiones o razonamientos en el momento de activación por parte del niño.
Nunca decirle que es malo sino que se ha portado mal durante unos momentos y que eso puede arreglarlo en un futuro si se empeña en ello. Tampoco hay que compararlo con otros niños que son más tranquilos y se portan bien. En todo caso, debemos recordarle los aspectos positivos que tiene al mismo tiempo que le señalamos los que debe corregir.
Hay que insistir en la necesidad de mostrarnos tranquilos delante del niño cuando queramos corregir sus actos. Si éste percibe en nosotros inseguridad o discrepancias entre los padres u otros, percibirá que tiene mayor control sobre nosotros y las rabietas u otras se incrementarán. Nunca debe vernos alterados emocionalmente (chillando, llorando o fuera de control). Tampoco debe cogernos en contradicciones, es decir, no podemos pedirle a gritos a un niño impulsivo que se esté quieto y callado.
No basta con saber contestar adecuadamente a sus conductas impulsivas. Estos niños requieren también que les expliquemos qué es lo que les pasa y qué puede hacer. Las reflexiones sobre los hechos nunca deben ser hechas en caliente sino en frío cuando las cosas se han tranquilizado. Un buen momento es por la noche antes de acostarse.
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